domingo, 7 de agosto de 2011

La Carta



“Nuestro presidio está situado en el extremo de la ciudadela, dentro de las murallas. Sise mira por las rendijas de la empalizada con la esperanza de ver algo, sólo se divisa un jirón de cielo y una elevada muralla de tierra cubierta por las altas hierbas de la estepa. Noche y día constantemente, pasean por ella los centinelas, y el que mira se dice así mismo que transcurrirán años, mirando siempre por la misma rendija y viendo siempre la misma muralla, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo, no el que está sobre el presidio, sino otro lejano y libre…

Es lo que te puedo contar desde aquí y no es fácil amor mío. Es difícil este encierro porque los días pasan demasiado lento y el tic tac de las horas parecen hormigas reptando por mi piel enloqueciéndome… lo que más lamento de este encierro es no poder estar junto a ti…”

Eso fue lo que Horacio Novoa le alcanzó a escribir a su esposa Noelia cuando escuchó la explosión. Se sintió como un gran terremoto que sacudió la ciudadela hasta sus cimientos. Asustado, guardó la carta destinada a su mujer en el bolsillo trasero de sus pantalones arrugada. Necesitaba salir de su celda pronto sino quería morir asfixiado. Así que golpeó la puerta metálica de su celda pidiendo ayuda. Pudo ver por la rendija de vidrio las borrosas siluetas de algún centinela y un reo peleándose cerca de él. Todo el resto era humo y fuego.

Un golpe y un grito de agonía azotaron la puerta de Novoa. Por la rendija de abajo, donde le pasaban la comida, logro vislumbrar el cuerpo del centinela que vio luchar contra el convicto. Este último había ganado, dejando el cuerpo agonizante del centinela apostado en la puerta muy cerca de él.

Las llaves que le darían su libertad estaban muy cerca. Horacio tenía la suerte de ser un hombre alto y delgado, lo suficiente como para alcanzar las llaves del carcelero sin mucha dificultad. Palpando a ciegas el cuerpo de hombre sintió el ruido metálico de un llavero, lo había logrado.

Novoa frenético luego de buscar la llave correcta, se apresuró a salir arrancando en medio de todo el caos. Le fue difícil porque el humo lo ahogaba y era tan negro que a penas si lo dejaba ver algo, pero se las ingenió para seguir al resto de los prisioneros, intentando ignorar los gritos desesperados de aquellos que el fuego alcanzó a devorar.

Siguió su camino hasta que de pronto un golpe en la cabeza lo aturde por un momento. El sueño lo invadió unos minutos pero despertó pronto. Logro salir de la ciudadela luego de pelear con otros reos que querían lo mismo. Ya podía respirar tranquilo, y se sentía más liviano, estaba emocionado porque ya no quedaba nada para volver junto a su esposa.

La casa de ambos se hallaba a pocas cuadras de la ciudadela pero el camino al hombre se le hizo eterno. Cuando por fin divisó la casa amarilla de dos pisos la energía volvió a su cuerpo y terminó lo que quedaba de camino casi corriendo.

Al entrar, vio todo muy oscuro y lleno de polvo, como si hubiera pasado mucho tiempo sin nadie en casa. Llamó a su esposa en voz alta pero no le contestó. Subió la vieja escalera llena de telarañas despacio y llegó hasta la habitación que compartía con su esposa. Noelia estaba allí, recostada entre las sábanas con aspecto frágil y demacrado, su rostro poblado de arrugas y su cabello blanco como la nieve. Sin importarle que su esposa estuviese en aquel estado, Horacio se recostó a su lado, acarició con infinita ternura su rostro diciéndole que la amaba y Noelia lo sintió en la piel como un aliento.

- Te demoraste mucho viejo, pero llegaste – dijo la mujer con una sonrisa cansada, suspiró con nostalgia y se durmió. La carta yacía todavía arrugada entre sus manos.

Testigo



Celia Gonzales revolvía una olla con porotos para el almuerzo en la cocina cuando escuchó los gritos, reconoció de inmediato las voces de sus vecinos Paulino y Dorotea que sonaban muy extrañas. Siempre los escuchaba discutir por algo pero no de esta manera. La voz de él era colérica, la de ella casi desesperada, así que se dio cuenta que algo grave había pasado.

Termino de revolver la olla, la dejó semi tapada y con el gas del fogón al mínimo para abrir la puerta de su casa con disimulo y saber el por qué de tanto escándalo.

- ¡Te pedí caña, no agua! – rugió Paulino y Celia vio con espanto que el pie de su vecino estaba inflamado y lívido, y que un pañuelo atado a la altura del tobillo intentaba cubrir aquello sin éxito.

El hombre gritó de nuevo pidiendo más caña y Celia vio su vecina Dorotea correr a su casa para volver en pocos minutos cargando en sus brazos una damajuana que el hombre bebió en dos vasos seguidos hasta quedar sin aliento. Luego murmuró algo y agachó la cabeza para observar su pie inflamado. También lo vio vomitar así que Celia esquivó la mirada con una mueca de asco sin disimulo.

Cuando se atrevió a mirar de nuevo, Paulino ya no estaba junto a Dorotea. Quiso aprovechar el momento para hablar con su vecina de lo ocurrido y ayudarla si pudiera, pero no alcanzó a dar dos pasos cuando la voz chillona de su hijo menor la detuvo.

- ¡Mamá, ven que la comida se está quemando…!

Se había olvidado por completo del almuerzo. Con un suspiro de fastidio y una última mirada a su acongojada vecina, la mujer regordeta cerró la puerta de su casa, pensando en visitarla mañana, quitó de su mente lo que había presenciado por el resto de la tarde.

Pero al día siguiente la escena del que fue testigo volvió a su mente, cuando fue a las orillas del Paraná para lavar un atado de ropa, que Celia divisó la vieja canoa de Paulino atracada en una rocas, y a su dueño recostado dentro, con los ojos abiertos y vidriosos, el pie gangrenado, su piel marmórea y un enjambre de mosquitos pululando alrededor de su cuerpo y su rostro.